Leer un libro
significa escapar, liberarnos de la realidad y vivir una fantasía. Es una
experiencia enriquecedora que nos concede la oportunidad de descubrir otras
posibilidades dentro del espectro de realidades que conocemos. Pero ¿qué
pasaría si quedáramos perdidos dentro de esa realidad literaria? Podría ser que
como, Alicia, en el país de las Maravillas, sólo quedara añoranza por regresar
a la realidad conocida o que como, Don Quijote, quedáramos atrapados en la
fascinación por la fantasía y perpetuáramos nuestra estancia en la realidad
alterna.
Aristóteles compara la Historia y
la poética como realidades. La primera se refiera a una realidad que ya ha
ocurrido, la segunda a posibles realidades. Los autores de textos poéticos
generan realidades alternas, basados en las variaciones de las normas, en
invenciones de diagramas estructurales que rigen la obra y un código individual
del autor. Todas la alteraciones de la realidad y del código con el que se
expresa generan imitaciones, maneras y formas nuevas. La estructura de las
alteraciones o de la así llamada, violación al código, Umberto Eco, la llama idiolecto de la obra.
La violación al código atrae
la atención del lector a la forma del mensaje, pues como el mensaje sale del
orden arbitrario del código, la interpretación no es obvia. Para analizar un
texto desde el punto de vista de la estética de la expresión es pertinente
comenzar con aquello que, Umberto Eco, retoma de, Jakobson. Este último en su
división funcional del lenguaje genera una separación llamada función estética
del lenguaje. En dicho análisis el texto estético se define como ambiguo
y auto reflexivo. Entiéndase ambiguo como la posibilidad de encontrar
en éste más de una interpretación y auto reflexivo, como la obligación que
propone al destinatario por considerar la regla de su correlación; al ser el
mensaje una violación a la norma que afecta tanto a la expresión como al
contenido atrae la atención ante todo sobre su propia organización semiótica[1]
Los textos
estéticos difieren del resto, en la utilización que hacen del código utilizando
“la ambigüedad” como vestíbulo de la experiencia estética, que coloca al
destinatario en situación de exaltación
interpretativa[2]. Es decir, la ambigüedad provoca
autorreflexión. Cabe aclarar, que lo
ambiguo de los textos estéticos se puede percibir únicamente al nivel de decodificación que
realiza el lector, pues la coherencia del texto se sostiene independiente en un
sistema estructural interno dictado por el idiolecto del autor.
Existen entonces
diferentes realidades dentro de los textos estéticos que por lo general son
decodificadas de forma similar por la mayoría de los destinatarios que
comparten una misma cultura o que conocen la situación cultural del autor. La
correalidad de un texto se refiere a los elementos fantásticos del mismo y a la
situación contextual de improbabilidad.
El texto auto reflexivo tiene niveles de realidad que se separan en lo
denotativo (significado entendido por la naturaleza de la palabra) y lo
connotativo (significado entendido por el contexto, la lógica y las
expectativas del individuo).
En el
siglo XVII el celebré, Miguel de Cervantes Saavedra, inventó una historia en la
que aparecía un personaje muy particular, lo hizo colocar en un lugar de la
Mancha, de cuyo nombre no podría acordarme aunque quisiera. Esta figura recibe
el nombre de, Don Quijote, un noble hidalgo que sufría una patología muy
especial. Dícese en la novela que este personaje leyó tantos libros de
caballería que perdió el juicio. En el primer capítulo se relata su obsesión
por interpretar el siguiente verso de Feliciano de Silva:
“«La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra
fermosura.
Con estas razones perdía el pobre caballero
el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se
lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para solo ello[3]”
Una vez
esclarecida la razón de su locura, que es una razón de peso, pues cualquiera
que lea lo que Faliciano versaba sobre la razón misma, entenderá la complejidad
de la locura del Quijote. Veamos lo que sucede por ahí del capítulo XXVI cuando
Don Quijote, secundado por su fiel amigo Sancho Panza llega a una venta
en la que se encuentra con un titiritero, el maese Pedro, que se ganaba la vida
haciendo obras de teatro e investigando a las personas para después hacerles
creer que su mono les adivinaba el presente y el pasado.
Después de realizar el acto del
mono adivinador a la concurrencia que se reunía en la venta, el maese Pedro
invita a todo el mundo, incluido Don Quijote, a disfrutar de una obra que se
representará en el retablo. La historia trata sobre el rescate de la bella
Melizandra por mano del Sr. Gaiferos. La damisela se encuentra prisionera de
los moros, cuando es rescatada por el antes mencionado. Aquí, el paje de maese
Pedro, quien narra la historia mientras su amo mueve a los títeres, dice que
luego del escape los moros tocaron una alarma de campanas. Cosa que a Don
Quijote no le hace sentido pues interrumpe al muchacho para decir : “En esto de las campanas anda muy impropio
maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas.”[4] Aquí podemos usar lo que dice el autor Max
Bence cuando describe los diferentes niveles de individualización del mensaje
estético, la obra sobre Melisandra y don Gaiferos que realiza el titiritero le
ha creado conflictos a don Quijote en el nivel de soporte físico que incluye el
lenguaje verbal del mensaje. Tanto es así que entorpece la narración, a lo que
el maese Pedro responde con una excusa e intentando explicarle que para efecto
de la fantasía es inmaterial llamarlas campanas o dulzainas
o atabales y le pide que no repare en pequeñeces y siga viendo la obra.
La historia alcanza un momento en que Melisandra y don Gaiferos corren peligro
pues los moros los persiguen, y cuando maese Pedro se disponía a representar el
ataque de los moros sobre la pareja, Don Quijote enardecido desvaina su espada
y comienza a atizar el retablo con tremendas cuchilladas que terminaran por
destruir el pequeño escenario con todo y sus figurillas de masa.
He aquí la locura del Quijote y he aquí el por qué se escogió esta obra y en particular este capítulo para ejemplificar el fenómeno de la decodificación del mensaje estético. Nuestro personaje, encerrado en su patología, no puede distinguir entre la realidad misma y su decodificación subjetiva del mensaje estético que maese Pedro le propone. La ambigüedad del mensaje genera en el hidalgo una interpretación puramente connotativa, o sea que cuando él interpreta, lo hace desde su propio contexto, su propia lógica, que ya desde el primer capítulo sabemos que está trastornada hasta la misma razón. Fue el hecho de haber querido interpretar la ambigüedad del mensaje estético de Feliciano de Silvia como si estuviese escrito en un código convencional y no en un idiolecto particular. Fueron las inagotables horas dedicadas a la lectura de novelas de caballería las que alteraron profundamente el código en el cerebro del quijote y sustituyeron el sentido común con el conjunto de idiolectos propios de dicha literatura. Es así que las expectativas de este individuo en particular no podían permitir que los católicos Malisandra y Gaiferos salieran mal librados de aquella persecución mora estando él presente. La empatía del Quijote con los personajes principales y la falta de distinción entre las realidades de un mensaje estético desatan en el Quijote más que la interpretación la acción misma. Los demás espectadores bien entendidos del texto denotado a una obra de teatro, se sorprenden los unos y echan a correr los otros. “Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta.”[5]
Y este argumento se demuestra una
vez dando por terminada la etapa violenta de su episodio esquizofrénico Don
Quijote declara: “...si no me hallara yo aquí presente, qué fuera del buen don
Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta fuera ya la hora
que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho algún
desaguisado.”[6]
La
codificación y la interpretación de los mensajes ambiguos es tan común para los
hombres que cualquiera que lea este capítulo del Quijote puede apreciar lo
equivocada que es la actitud del protagonista ante el mensaje estético del
maese. Sea docto en las teorías semióticas o no, todo aquel que lea y juzgue
superficialmente lo que el Quijote hizo a ese retablo tendrá a bien concluir
que el ingenioso hidalgo, es un hombre muy enfermo o simplemente un pobre viejo
idiota. Un tipo incapaz de comprender que Melisandra y Gaifeos no eran alguien,
sino personajes de una historia.
Pero en contraposición cualquiera
que profundice un poco en el análisis de este texto, no tardará mucho en
comprender que juzgar superficialmente los actos del Quijote sería una acción
tan desatinada como la que arriba criticamos del Quijote mismo. Pues si Croce
tiene razón y una obra de arte bien realizada es en si misma el universo,
entonces el Quijote no es tampoco alguien sino un personaje que representa la
violación al código de la que se vale Cervantes para crear su idiolecto. Es un
personaje imaginario que comete las acciones más extravagantes no con el afán
de hacer notar lo patético de su carácter o lo profundo de su patología, sino
con la misión de enriquecer la novela caballeresca con un sinnúmero de mensajes
ambiguos, de mensajes estéticos que provoquen en el lector una reflexión.
Basta con dar un paso dimensional hacia atrás para poder ver que aunque es
cierto que la obra de arte es un universo en sí misma, no es ésta el único
universo ni mucho menos nuestro universo, es aquel de sus personajes. Nosotros
no estamos inmiscuidos en él, somos los destinatarios del idiolecto. Artificio que es puesto
en práctica cada vez que nos topamos con un modismo del lenguaje castellano,
con un barbarismo o con cualquier suerte de violación en el nivel de sustento
físico del texto. Pero que en ningún momento disfrutamos más, que cuando
aparece aquel ingenioso hidalgo protagonizando los más absolutos desatinos, las
más descabelladas conclusiones, motivado por esos increíblemente absurdos
argumentos, arrojando sus cansados huesos con la furia y la convicción de un
ejército.
Don Quijote de la Mancha, no es un hombre enfermo, ni un pobre viejo
idiota. ¿Qué enfermo tendría la suspicacia para solazar y a millones de personas? y ¿de dónde sacaría un pobre viejo la
fuerza para seguir caminando después de más de 400 años? simple y sencillamente
es uno de los más divertidos y geniales idiolectos jamás creados.
“El arte aumenta la dificultad y la duración de la percepción (...) y la finalidad de la imagen no es acercar nuestra comprensión a la significación de que es vehículo, sino crear una percepción
particular del objeto. Esto explica el uso poético de los arcaísmos, la dificultad, la oscuridad de las creaciones artísticas que presentan. Por primera vez al público no adiestrado.”[7]
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